jueves, 6 de noviembre de 2008



Aún recuerdo mi viaje a Madrid, era mi primera visita a la ciudad y, como es lógico, no conocía nada de allí. Aunque llegué allí en avión tenía a unos familiares que no hacía mucho se habían mudado a la capital y disponían de vehículo propio. Como tampoco ellos sabían guiarse demasiado bien hacían uso de su GPS.

Pues bien, solamente sé que la mayoría de días que pasamos en esta emblemática ciudad estuvimos más tiempo en el coche que fuera de él. Sin embargo, los últimos días decidimos movernos en transporte público -básicamente en cercanías y en metro-, y conseguimos ver realmente Madrid.

Todo esto hace que me plantee algunas cuestiones: ¿Si, en teoría, el GPS sirve para guiarte por qué cuándo lo utilizas siempre te pierdes? ¿Por qué suele marcarte los caminos más largos? ¿Por qué te dan ganas de tirarlo por la ventanilla del coche cada vez que fallan las coordenadas?

Si buscamos una definición de GPS, podemos encontrar una como ésta: “Es un sistema de navegación global por satélite que permite determinar en todo el mundo la posición de un objeto, una persona, un vehículo o una nave, con una precisión de centímetros”. No obstante, en la realidad no actúa de una manera tan eficaz ni precisa.

Es evidente que el usuario de este producto – ya tenga un receptor en su automóvil, en su teléfono móvil, o en su PDA- ha de tener en cuenta la necesidad de actualizar este dispositivo con bastante frecuencia con la finalidad de evitar los errores mencionados anteriormente; aunque en muchos casos, no sea posible neutralizarlos.

Con todo, yo mantengo la postura de usar un mapa tradicional o de echar un vistazo a “Google maps” o incluso al “Callejero de Páginas Amarillas” antes de salir de casa. Ambos sistemas nunca me han fallado, y aunque tenga que dedicar un tiempo en descifrar el mapa, es tiempo que luego gano al no “perderme”.

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